lunes, 5 de septiembre de 2011

Miedo y Asco en las calles de Verokastán.

El de ayer fue un día bastante productivo. Productivo, que no agradable. Cuando eché a un lado las sábanas con las que Atajate me había cubierto, sentí de repente una imperiosa necesidad de orinar. Probablemente los refrescos que había tomado en el trayecto hacia aquí habían terminado de acumularse en mi vejiga. En la base de la puerta del cuarto de baño había una toalla colocada a presión, como si intentara frenar una fuga de agua o algo por el estilo. Lo primero que hice fue llamar a Atajate para preguntarle a qué se debía y de paso, dónde coño estaba. No hubo respuesta. Después de diez largos pitidos colgué el teléfono. Tenía que mear sí o sí, así que retiré la toalla cuidadosamente y, tras comprobar que todo estaba en orden, abrí la puerta poco a poco. Creo que lo que me encontré en el interior sustituirá a todas mis pesadillas en mis interminables horas de sueño. Cubriendo el suelo casi por completo, lo que parecía una alfombra oscura y viscosa de cucarachas bailaba despreocupadamente, subiendo por el váter y por las paredes. Cerré la puerta de un golpe y al instante una descarga eléctrica recorrió mi espinazo de arriba abajo . Salí pitando hacia el primer piso del edificio y llamé obstinadamente a la puerta del casero con los nudillos. El hombre (un señor de mediana edad, con barba incipiente y con cara de estar siempre cansado), me recibió con una retaíla de palabras en esperanto que, en mi turbación, me parecieron un ruido incoherente. Le dejé con la palabra en la boca y salí a la calle a buscar a Atajate. Menuda sorpresa. Por un instante creí que había viajado en el tiempo. Las calles, que parecía cubiertas de una fina capa de suciedad, parecía construidas por un grupo de obreros de los años cuarenta. Las farolas eran de un estilo que difícilmente podría calificar de moderno, y las gentes, que paseaban tranquilamente por la acera, iban ataviadas con lo que parecía ropa de hace treinta años. Salí disparado a un callejón que había en un costado del edificio y, comprobando que no pasaba nadie cerca (no quería minar mi reputación en mi primer día en Verokastan), decargué el contenido de mi vejiga junto a un perro que observaba el milagro con curiosidad. Salí del callejón y pasé junto a un local en el que, más tarde me enteraría, estaba Atajate. Estuve recorriendo las calles de Verokastan, todavía sin creerme que aquella ciudad perteneciera al siglo XXI. Finalmente llegué a una pequeña plaza, adornada con arbustos recortados, en la que corretaban un grupo de niños, gritando en esperanto y jugando a lo que parecía una extraña modalidad del pilla-pilla. Me senté en un banco a ordenar mis ideas y...

Una sacudida me despertó. Atajate me sujetaba el hombro con la mano y me decía algo que al principio no entendí. Me instaba a volver a casa. Me acordé de las cucarachas.

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